Por Marta López Monís*
Por varios años trabajé en un dispositivo en Madrid con una población de pacientes parecida a la del Hospital Bonaparte o el Borda; colgados de una adicción, singular en cada caso.
Cuando empecé me dieron un puesto de “educadora social” y me tocó ocuparme del taller de ocio. Hicimos salidas de las que tengo lindos recuerdos. El más entrañable fue ver a Gloria, una gitana con apenas recurso simbólico, tocarse el pecho mientras me decía insistentemente: “lo he sentido aquí”.

Emilio Fatuzzo Acrílico sobre papel y madera
Habíamos ido a la terraza del centro cultural La Casa Encendida para ver a una bailarina de danza contemporánea, que con su arte nos mostró las soledades de muchos que viven con alguna precaria asistencia sin salir nunca de sus hogares, sea por edad u otra condición.
Lucas, uno de sus compañeros y yo, nos miramos conmovidos. Él decía que el espectáculo había sido hermoso, pero que ver a Gloria así sería la marca indeleble de aquel día.
Esas salidas eran toda una epopeya. El taller se cayó en cuanto me cambiaron de puesto. Aunque siempre tuve mucha ayuda para llevarlo a cabo, nadie quiso hacerse cargo.
Leyendo el texto de mi amiga Lourdes Ruiz, un texto combativo en un momento en el que acá peligran tantas cosas, reconocí un deseo. Pensaba: “lo hice porque no sabía”. De haber sabido, quizá la inercia del propio dispositivo me hubiese aplastado.
Después, como psicóloga clínica, hubo otros cambios. El más importante fue desocuparme de algunas tareas más propias de un encuadre conductual, que pasaron a cargo del educador de referencia, para habilitar el espacio analítico. Construimos otro proyecto, y así pasamos a ser condición de tratamiento para el ingreso al piso de reinserción para patología dual. Algo funcionaba.
Entonces llegó la crisis de 2010, el cambio de gobierno y los recortes. La red de adicciones fue la primera en caer, pero hubo más.
Fuimos combativos, salimos a las calles y algunas semillas germinaron, pero todo eso no salvó el proyecto de lo que había sido la comunidad terapéutica El Batán.
Algo parecido se nos viene acá, en Buenos Aires. Crisis y cambio de gobierno mediante, lo público vuelve a estar amenazado. Recientemente el Centro Uno salió a posible subasta. Pero no es sólo eso.
En Madrid cerraron el proyecto que funcionaba para abrir otro, que por un mes se ocupaba exclusivamente de desintoxicar.
Los trabajadores que perduraron en ese dispositivo, esos que se salvaron de un expediente de regulación de empleo masivo, también nuestros compañeros, nos contaban que los recursos de tratamiento no iban más allá de la contención química. ¿Los gastos se habían reducido? Posiblemente no. Pero ahora era un “éxito total”, muchos más usuarios fueron atendidos y todos finalizaron su tratamiento. Lo que venga después, a este conteo, poco importa.
Ese sometimiento también lo padecía el equipo. Sobrevivieron para ese horror. Un horror que se les hizo excesivo, cuando no insoportable. Ellos eran también amordazados bajo el imperativo del procedimiento pautado. Un para todos sin excepción.
Diría que los otros, los que perdimos nuestro empleo, tuvimos algo más de suerte. Fue para mí la salida forzada frente a algo que pudo haber sido un impasse, un momento que tuvo algo próximo al acto.
Perder el empleo pasó por no consentir al horror del silencio que se impuso. Lo que vino después para nada fue fácil, pero sostener el espacio analítico, esa ética que aloja singularidades y las preserva, fue la ganancia que aún hoy no estoy dispuesta a ceder.
*Cursante en ICdeBA y NUCEP, cartelizante en la EOL y ELP.
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