Por Carolina Saylancioglu**
“Virginia Woolf escribía para no volverse loca, pero según los médicos, igual se volvió loca, aunque lo más cuerdo que se podía hacer ante el bombardeo de Londres era tirarse al mar desde una roca…”
Cristina Peri Rossi, “Entrevista”, en Playstation, 2009, Visor, España.

Pablo Siquier
1.
Inundación, de Eugenia Almeida, es un libro acerca de la función de la escritura para quien está siempre al borde de quitarse la vida (o, al menos, no puede dejar de escribir sobre eso). Girando en torno de lo que escribir es, con la claridad de quien reconoce el acto de fe que implica al ser del lenguaje, examina la escritura hasta su último gesto, que acaso sea el primero.
2.
Entre algunas objeciones al tratamiento psicoanalítico, Freud ubicó la prolongada duración de los tratamientos. Para responder a ella, argumentó que no se puede deshacer de un soplo la neurosis que llevó años en constituirse.
Es notable que quienes repiten la objeción -arco que va de analizantes a detractores del psicoanálisis, pasando por sujetos desorientados en busca de terapias breves- no son fáciles de hallar en el padecer del que se quejan. Buscan efectos terapéuticos rápidos y notables pero acotan el margen dentro del cual reconocen la satisfacción que hay en sus síntomas. Sus fantasías, y el temor a ellas asociado, no les permite dejarse llevar por la regla del psicoanálisis. El resultado es paradójico: para la liberación de sus síntomas buscan un amo que nomine su padecer, que les indique cómo conducirse y que les ofrezca una droga.
3.
Zeta
Escribo desde que tengo memoria. Ese ha sido mi refugio, mi sostén, mi espacio de libertad. Lo único que no ha cambiado en un territorio en el que todo cambia.
En el año 2003 consulté a una psicoanalista. A la pregunta de por qué estaba ahí, la respuesta fue “porque no puedo escribir”. Bastó un solo encuentro para descubrir que mi imposibilidad de escribir no era el problema. Era, más bien, la señal de alarma. A veces pienso que la escritura tuvo un gesto amoroso conmigo: se retiró para que yo pudiera pedir ayuda. En cuanto lo hice, volvió.
Esa sesión fue a mediados de agosto. A mediados de diciembre había terminado mi primera novela. Una historia que iba escribiendo en cuadernos que tenía siempre en la mochila y a la que no veía, realmente, como una novela. Dice Simone Weil que para quien se ahoga cualquier cosa es un tronco al cual aferrarse.
A la par de la novela empecé una búsqueda -extremadamente difícil- de ciertos documentos que tenían que ver con mi propia historia. Papeles que nunca había visto (tardé quince años en saber que existían) y que implicaban poder cambiar algo de lo que había aprendido a decirme a mí misma.[1]
4.
En este caso, el análisis opera rápido. Aparecen sus efectos terapéuticos rápidos sobre el síntoma del inicio. En tres meses, la imposibilidad de escribir se convierte en una novela. Del análisis, se transcribe otra escritura, un real que le da memoria al sujeto. Había que empezar una búsqueda que tuviera que ver con la propia historia.
Para cambiar algo de –esos decires– lo que se ha aprendido, cada sujeto requiere de un tiempo. Pretender los mismos plazos para todos es ignorar la energía y el tiempo que le ha llevado a cada uno responder con su síntoma. Esa señal de alarma, ese gesto amoroso es lo que permite pedir ayuda a ese tronco, esa cosa cualquiera que es un analista.
*Practicante del psicoanálisis, cartelizante y colaboradora en el equipo docente del Departamento de Estudios sobre la Adolescencia del ICdeBA, EOL.
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NOTAS
- Almeida, Eugenia, Inundación. El lenguaje secreto del que estamos hechos, Ediciones DocumentA/Escénicas, Córdoba, 2019, p. 112 y 113.
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