Marta López Monís*
Un amigo me contaba, cargado de buenas intenciones, qué puede hacer un psicólogo en ese sector laboral en el que está implicado como diseñador gráfico. Resulta que en un aeropuerto que ni él ni yo podemos ubicar, habían detectado una alta insatisfacción debido a lo prolongado de las esperas ante la cinta de equipajes.
Tras constatar que ese tiempo no se podía reducir, había que inventar. Alargaron el trayecto que conecta la salida del lugar en cuestión, disminuyendo las reclamaciones, reducidas a extravíos.
Situar cuál fue este aeropuerto es harina de otro costal. Puede ser cualquiera. Experimentamos esos cambios advertidos o no. Recuerdo esa primera experiencia en el entonces novedoso trayecto a la salida de la estación de Atocha Renfe: pasillos alargados cargados de arte, con colores eléctricos, plataformas mecánicas que nos impostan volátiles, temperatura y ventilación debidamente calculadas. Un regalo para los sentidos del viajero que desfallece tras un viaje que se alargó demasiado.
En este caso se trata de evitar aglomeraciones: por acá entran, por allá salen, el tránsito fluye, caminamos al unísono, dirigidos y extasiados. Pero ¿qué pasa con la espera? ¿Qué pasa cuando, ante la dificultad de la página en blanco, nos precipitamos al chat gpt evadiendo lo ingrato y lo grato del encuentro?
Hoy avanzamos hacia el 4.0. Tenemos juegos en línea de realidad inmersiva que ya tocan el cuerpo, asistidos por sensores que estimulan puntos estratégicos de nuestro sistema nervioso periférico. No es casual que sean los neurólogos los tops del momento.
Prada, Gucci o Zara son algunas de las marcas que lanzan sus colecciones en el metaverso. Rojuu, artista veinteañero de lo más versátil, habla de los juegos offline como la posibilidad de delirio, Grimes se propone como elfo y Elon Musk llevará a la luna a quien pueda pagar. El alien y sus “Encuentros cercanos del tercer tipo“[1], entonando melodías en un intento de dialectizar, ahora son ‘vintage’.
La metonimia empuja. El ritmo se acelera. Arribamos a lo que podríamos llamar identidades-objeto, sin espacio, sin pausa. Ni amor al padre, ni ideales compartidos. La deriva es imaginaria, y las ciencias, como otras creencias, propone un todo es posible, en el que la muerte es un mal como otros a erradicar.
Pero ¿qué pasa con el tiempo? ¿Acaso se puede perder? ¿O ganar? Para el Freud de “Notas sobre la pizarra mágica“, el tiempo pulsa en un ida y vuelta, de la percepción a la escritura. En esa discontinuidad – conjetura – “se basa la génesis de la representación del tiempo“[2].
La experiencia del tiempo pasa entonces por un detenerse que aún no se pudo eliminar. ¿Pero, qué es este tiempo? ¿Qué tiempo contabilizamos? ¿Cuál el que nos devora? ¿Qué tiempo el que se suspende?
Pienso en Kapuściński, en su “Camino de Kumasi“, en esos colectivos pintorescos de su relato, en los que la hora de salida está fuera de cuestión: ¿Que cuándo sale? ¡Cuando se llene! Su decir extranjero denomina la espera del entre actos, inerte, pero en el Acra del África Subsahariana “cualquier otro comportamiento será considerado una ilusión o una quijotada“[3].
El tiempo, ex-siste. Estamos inmersos, como pez en el agua. A nuestra escala, no se sale del tiempo.
*Cursante en ICdeBA y NUCEP, cartelizante en la EOL y ELP.
NOTAS
- Spielberg, S., “Encuentros cercanos del tercer tipo”, 1977
- Freud, S., “Notas sobre la pizarra mágica”, Obras Completas, vol. XIX, Amorrortu, Buenos Aires, 1992, p. 247
- Kapuściński, Ryszard, Ébano, Anagrama, Barcelona, 2000, p. 10
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