Gisela Calderón*
Un mundo puede caber en la hoja de papel cuando de escribir se trata. Es una apertura que nos confronta al vacío y, como quien saca al conejo de la galera, las palabras comienzan a brotar -a modo de espiral- manteniendo esa circularidad de la que partió. La escritura conforma una permeabilidad, se hace a trazos y escansiones, que moldean el estilo propio.
¿Para qué un estilo? Diría que es parte de la formación por el esfuerzo que implica tallar a mano la enunciación. Es una especie de ocurrencia suavizada por donde se cuela la repetición cuando, en principio, se pretende un decir exacto y eficaz. ¿Se imaginan a dónde lleva eso? No hay la palabra exacta. Lacan decía que “El estilo es el hombre mismo”,[1] y eso ya nos confronta con la pérdida, y la referencia se vuelve poco segura.
Las marcas de quien habla están presentes, el afecto se vuelve letra, y eso no es sin la singularidad que nos atraviesa como sujetos. El estilo se verifica con el propio objeto, un lugar que representa su caída, revelando aquello que aísla: la causa de deseo.[2] De esa conexión directa con el despojo se posibilita un nuevo giro. Abrirse al pasmo particular de la escritura para hacer la experiencia de autorizarse al encuentro con la propia enunciación, sin los peldaños duros de la doxa, y arreglándoselas con los propios obstáculos. El imposible y la extrañeza, frente a la pérdida de un saber, pueden resultar nuestros aliados.
Consentir al no-saber mientras se escribe, ya es parte de la formación. El deseo de saber guarda relación con lo que se nos vuelve una pregunta y no con el saber en sí mismo. ¿Qué hacer entonces? Girar en redondo sobre las referencias -ya existentes- para producir una distancia que fisura la cristalización de las mismas; esto, sin dudas, provoca una desorganización necesaria para luego construir una dirección hacia la enunciación que no se separa de quien habla. Lacan decía: “El enigma es probablemente esto, una enunciación. Dejo a su cargo que la conviertan en un enunciado. Apáñenselas como puedan”.[3]
Se hace un uso del lenguaje desde la invención que cada quien tome a su cargo para interpretar o hacer hablar a la teoría con su efecto de estilo. Es decir, nos la apañamos. Escribir tiene una función creadora desde el momento en que representamos palabras, interpretamos leyendo de otro modo, realizamos inflexiones, collages, trazos y articulaciones que nos confrontan a un saber supuesto, para dar lugar a formulaciones que fecundan nuestra formación de orientación lacaniana. Ese franqueamiento es posible por la transmisión que hace la experiencia analítica en cada uno.
¿Por qué transmisión y no enseñanza? Porque el saber, como decía Jacques-Alain Miller, no es más que supuesto y eso lo diferencia de lo que sería el discurso universitario.[4] Se trata de un deseo de saber que no implica un valor de enseñanza, sino, una mutación singular que re-invente desde las propias marcas de goce. Podrá o no ser transmitido, eso lo dirá cada lector cuando prepara su troquel para sellar aquello que lo toca.
Estilo y escritura, bajo el dominio de la singularidad, conforman un artificio con relieves, texturas, enigmas, que hacen de las articulaciones un vuelo, y quizás, transmitan la posibilidad de inventar un nuevo destino allí donde algo pide escribirse.
*Lic. en Psicología. Practicante del psicoanálisis en Bs As. Maestranda de la Maestría en Clínica Psicoanalítica IDAES-UNSAM. Docente en USAL. Miembro del equipo de difusión de EOL BLOG.
NOTAS
- Lacan, J., (1966), Escritos 1. “Obertura de esta recopilación”, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2018, p. 21.
- Ibid.; p. 22.
- Lacan, J., (1968), El Seminario, libro 17, El reverso del psicoanálisis, Paidós, Buenos Aires, 2019, p. 37.
- Miller, J-A., “Todo el mundo es loco. AMP 2024”, Lacaniana, N° 32, 2022, p. 20.
Imagen: Agradecemos la generosa colaboración de Eduardo Medici – Portaretrato – Técnica mixta, detalle de obra, 2021.
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